En
aquella casa grande, el lugar de mi crianza, existían lugares muy afectuosos
que nos servían de refugio, estos lugares animaban la imaginación y de allí
nacían muchas cosas posibles. Estos espacios podían ser habitados por imágenes
audaces y atrevidas capaces de transformarse en lo magnifico y lo mágico en una
permanencia de aquellos años rutinarios y largos, para mí todo rincón es el
refugio del alma y las imágenes de un niño siempre están dentro de un lugar
acogedor en particular. Como si me recordara, tal vez, en la matriz de madre y
por lo tanto mi primera convicción física e incorpórea de mi ser. Por allí dejé
la huella de aventuras, alegrías, padecimientos y melancolías, pero sobre todo
un baúl repleto de sueños y reflexiones bajo las lunas y los soles de tantos
días y tantas noches. Así la casa nos consagraba estos rincones que todavía se
conservan, dejando una infancia que no
se puede recuperar en la casa que nos hizo crecer.
En el rinconcito más humano de la
casa se encontraba ese aparato para
preparar la comida, tostar el café, la preparación de los alimentos para los
animales y hasta para la calefacción. Compuesta por ladrillos, planchas,
hornillas, termo para agua caliente, las portillas metálicas para retirar las
cenizas y el carbón, compartimientos
para la entrada y salida del aire, un humero o chimenea empalmada en la parte superior del brasero para
evacuar los humos resultantes al exterior sin dejar rastros de sombra. Era
desde mi punto de vista “la estufa” de ese hogar el rinconcito más humano y más
tierno para alimentar el alma, ya con el hecho de calentar mis teteros y llevar
su calor a los pies de mi cama en esas frías madrugadas y envolviendo el frio
cada vez que llovía, era una bendición,
fortuna y oportunidad. La leña era la misma que yo traía de los árboles secos,
dulces o amargos junto algunas chamizas de donde se originaba siempre el fuego alegre en sus astillas resinosas como brasas desnudas
chisporroteando en las ollas el animado hervor suculento para ser disfrutado
por varias bocas, las nuestras, las de
los obreros de la finca y muy especialmente para aquellas desposeídas que
llegaban cada día colmadas por la cólera de los aullidos viscerales y para
ellas mi filantrópica madre siempre tenía una mesa servida, pues entre ese
comedor y la estufa pasó su juventud y los mejores años de su vida.
En el presente siglo se
refleja una densa oscuridad que cobija a nuestra sociedad en nuestros hogares
ya casi no se cultivan los rincones del alma para que nazca en los niños esas
fuentes de inspiración, de magia con sueños consistentes y sustanciales para
que la ensoñación consiga su propia luz, imagen y lenguaje con nuestra
existencia y fuerzas como naturaleza inmaterial, estos lugares encantados
permitirán soñar con la imaginación fuera de un mundo estático con un sentido
que justifica una verdadera identificación con los ojos abiertos y una
convicción hacia “lo posible”, aunque las casas no son de la misma naturaleza,
casi todos sus rincones son iguales para la efusión del espíritu que lo habita
y que lo frota, quien se envuelva en estos espacios conseguirá un tierno jardín
con emotivas vibraciones así como la abeja cuando penetra un lirio
estremeciendo su corola, para hacerse más feliz, fomentado los lazos del amor y
la integración como personas.
Por Willian G.M
Del libro: “Crónicas bajo el sol de la medianoche”.
Muy hermoso estimado amigo William.
ResponderEliminarFELICITACIONES
Abrazos y bendiciones
Es un relato lleno de nostalgia, con un gran significado actual, donde siempre se encuentra ese rincón mágico de convivencia de la familia que se queda impreso para siempre en la conciencia del niño por el amor que recibe.
ResponderEliminarVivencias insustituibles... Que se graban en el alma hasta el momento de pasar a otra dimensión. Amé esos rincones.
ResponderEliminarCiertamente hay que cultivar los rincones del alma. Este espectacular relato aviva los recuerdos de mi niñez, en ese precioso lugar común.
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